María Gonzalez | Viernes 09 de diciembre de 2022
La pérdida de olfato sufrida por algunas personas como consecuencia de haber contraído COVID-19, ha significado un dramático deterioro en la calidad de vida de estos pacientes, al extremo que cerca de la mitad manifiesta algún síntoma asociado a cuadros depresivos. Así lo plantea un estudio encabezado por la doctora en neurociencia de la Universidad de Maryland y profesora de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, Alexia Núñez.
Por su aporte en el campo de la investigación, la académica recientemente fue incorporada al programa Ciencia de Frontera de la Academia Chilena de Ciencias, instancia que busca promover el trabajo de jóvenes investigadores, cuya labor lleva al conocimiento más allá de los límites tradicionales establecidos.
La presidenta de esta institución y académica de la Facultad de Medicina de la U. de Chile, María Cecilia Hidalgo, subrayó la relevancia de esta investigación, que “nos permite ver una faceta menos estudiada de la pandemia, pues para algunas personas que han sufrido la pérdida irreversible del sentido del olfato esto ha sido una tragedia. Poner esto en evidencia nos permite tener nuevos antecedentes respecto del funcionamiento del organismo humano y puede ayudar a encontrar formas de aliviar esta pérdida en quienes la han sufrido de forma reversible”.
La doctora Núñez señaló que cerca del 80% de las personas que pierden el olfato a causa del COVID-19 lo recuperan en un período de 1 a 3 meses. El resto lo recobra más tardíamente e incluso hay un 5% con pérdida más persistente, que a la fecha de los estudios aún no se ha recuperado. Además, algunos que vuelven a tenerlo, lo recobran con una distorsión que les lleva a percibir olores desagradables, sin que estos se presenten efectivamente en la realidad. “Cualquier activación sensorial olfatoria les hace oler a algo repugnante. A podrido, a plástico fundido, gasolina y cosas así. Entonces, ya no se trata solo de no tener olfato sino estar todo el día oliendo cosas que provocan rechazo, una condición que se conoce como parosmia”, explica la investigadora.
Esto, detalla, “es consecuencia de muerte neural. Se murieron las neuronas de la nariz. El virus mató células que apoyan la actividad de las neuronas de la nariz, y al morir aquellas mueren también las neuronas. Entonces, desaparece el sensor que permite la captación de los olores. En el proceso de la repoblación neural se pueden producir desórdenes que llevan a esta percepción de olores desagradables”.
Debido a los trastornos olfatorios, subraya, muchas veces quienes se encuentran en esta condición, “entran en depresión, tienden al aislamiento social, e incluso se han intentado suicidar. Gatilla una serie de efectos. Puede provocar anorexia o bulimia. La persona puede comer obsesivamente para tratar de sentir algo o prácticamente no comer, porque no siente nada. Se aíslan socialmente y se distancian de sus parejas, porque la relación íntima también depende en parte del sistema olfatorio. Toda esa situación conlleva finalmente a depresión. No es que específicamente la pérdida del olfato genere la depresión, pero sí puede desencadenar una serie de eventos que lleven a eso”.
El cerebro anticipa y no solo reacciona
Para abordar este trastorno se está recurriendo al reentrenamiento olfatorio, “es decir, todos los días la persona debe tomar contacto con recipientes que emanan olores y que están rotulados de acuerdo a lo que corresponden. Por ejemplo, esencia de limón, lavanda, clavos de olor etc. Así se promueve la conectividad neuronal y el recuerdo de cómo olían esos elementos. Así se entrena, todos los días, para acelerar el proceso de recuperación del olfato. Otras terapias farmacológicas lamentablemente no han tenido resultados concluyentes”, plantea la académica de la Universidad de Chile.
Su conocimiento sobre estos efectos del COVID-19 son consecuencia de los estudios a los que se ha dedicado. Su investigación se sitúa en el campo de la neurociencia, “busca entender, desde una perspectiva sistémica, abarcando al organismo completo, cómo el cerebro interpreta los estímulos de los sentidos, cómo los procesa. Y me especializo particularmente en las moléculas de odorantes, es decir, en el sistema olfatorio”.
Su enfoque está dirigido a establecer “cuáles son los circuitos involucrados, cómo se realiza un aprendizaje olfatorio y cómo este procesamiento de información está alterado en algunos modelos, en algunos síndromes, como -por ejemplo- el trastorno del espectro autista. Trato de entender cómo esta codificación de información sensorial está alterada en el cerebro de modelos animales que son análogos al trastorno del espectro autista humano”.
Para el trabajo, se vale de una de las características de las neuronas, y es que son “excitables”, es decir, transmiten electricidad y se comunican a través de impulsos eléctricos. A partir de esto, registra la actividad de las neuronas y de los circuitos para entender cómo procesan los organismos la información de los sentidos. En particular, ha observado la función de un neurotransmisor regulador que se denomina “acetilcolina”, que comienza a actuar antes de que el organismo detecte el olor. Prepara el sistema, de manera anticipada, para recibir el estímulo. La científica sostiene que este mecanismo es determinante para el aprendizaje involucrado en el sistema olfatorio y que cuando no se activa produce errores en el desempeño del organismo.
Actualmente, están experimentando con ratones que presentan un trastorno análogo al espectro autista de los humanos. Entre otras cosas, ha observado que no discriminan los olores de manera apropiada. Este aspecto del estudio se relaciona con una nueva concepción, que gana terreno en el campo de la neurociencia, sobre el funcionamiento del cerebro. Según este planteamiento, no actuaría de una manera predominante reactiva a los estímulos, como se creía hasta ahora, sino predictiva, antes de que ellos se reciban: “El cerebro está continuamente respondiendo y dependiendo de los estímulos del medio ambiente se va corrigiendo de manera predictiva”.
El cerebro para niños
Su dedicación al tema se relaciona con su interés por entender cómo el cerebro codifica la información sensorial. Asegura que para esto “el sistema olfatorio es único, porque dentro de los sistemas que conocemos es uno de los más simples estructuralmente, de los más sencillos a nivel anatómico. Entonces, permite entender mucho más que el sentido de la visión, por ejemplo, que es mucho más complejo y con muchas más áreas cerebrales involucradas”.
Su teoría, que espera demostrar en el laboratorio, es que ciertos trastornos sociales y cognitivos que presentan los mamíferos, incluidos los humanos, pueden ser consecuencia de alteraciones sensoriales, y no al revés, como se suele dar por establecido. En esta línea, espera que ello pueda llevar a terapias que intercedan y modifiquen los procesos en beneficio de quienes sufren las consecuencias de estas anomalías.
Estas contribuciones, a su juicio, han llevado a valorar al sistema olfatorio de una manera distinta a cómo había sido hasta ahora. “Hasta hace poco tiempo el sistema del olfato era considerado como de segunda categoría, pero, luego de la pandemia, la población mundial comenzó a reconocer la relevancia de este sentido que se pensaba que no servía mucho, que no tenía mucho impacto en nuestra vida. Se comenzó a tomar conciencia de lo importante que es”, plantea.
Se validó, agrega, que "no solo sirve para lo más básico, como puede ser detectar un olor a gas u otro que represente algún peligro, o si a un hijo hay que cambiarle el pañal, sino también para otros aspectos mucho más sensibles. Por ejemplo, el placer que nos produce comer algo sabroso o el vínculo emocional relevante, muy fuerte, que tenemos con los olores y las personas que están cerca de nosotros. El olor de nuestra pareja, de nuestros hijos…”.
Además, destaca el papel de este sentido en el campo de la memoria. “Nosotros recordamos a través del olfato. El sentido olfatorio es un estímulo muy potente para recordar diferentes situaciones de nuestra vida, la experiencia de la nostalgia. No hay sentido que transporte de mejor manera a un lugar que el estímulo olfatorio, y eso tiene estrecha relación con los circuitos cerebrales involucrados. Está directamente conectado con el centro emocional. No así los otros sentidos”.
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