Es decir, lo que resumiendo viene a significar la atención con que deben ser tratados los clientes, cuya finalidad pasa por vincularlos y que regresen cuando se planteen nuevas adquisiciones, contratar un servicio o cualquier tipo de necesidad, siendo el propio director general quien transmita a la plantilla la transcendental importancia y/o necesidad de la citada fidelización.
Hasta aquí, tal consigna no pasa de de ser algo totalmente normal y asimilable en cierto modo al antiguo método de “Las tres SSS” (saludo, sonrisa y servicio), pero que amén de mantener su vigencia, requiere otra estrategia que si no se explica y es asumida por los colaboradores de la empresa, no sirva absolutamente para nada, dado que el cliente, hoy día, al margen de ser atendido correctamente, demanda más explicaciones, información y un interés especial, que solo percibirán si por parte de la dirección del centro reciben la misma consideración como miembros de la compañía.
El éxito de algunas grandes compañías, evitemos dar nombres, cuando sobrepasan la cuantía presupuestada en sus respectivas cuentas de resultados tiene explicación. En la mayoría de estos casos, el nexo entre empresa y trabajadores obedece a una “cultura” especial pero necesaria, que no solo está basada en la retribución salarial, que reconociendo su importancia, no lo es todo como erróneamente se interpreta en la mayoría de las organizaciones empresariales.
De alguna manera y salvando las diferencias, cuando un hijo es educado a golpe de castigos y bofetadas, lo más probable es que cuando se convierta en adulto, sienta la misma tentación de aplicar tan aberrantes sistemas a los suyos, con las desafortunadas consecuencias que todos conocemos. Extrapolando esta situación al mundo de la empresa, si solo se identifica al jefe de personal como el individuo dedicado a reprender y sancionar a los empleados para censurarles, su mediocre eficacia y bajo rendimiento, pero jamás para felicitarlos, es el primer directivo del que habría que prescindir “magnus itineribus”, dado que semejante cabrón (comercialmente hablando), no solo percibe un buen sueldo por amargarle la vida a sus compañeros de trabajo, sino que además alardea ante su director y consejeros sobre cómo le “temen” en la empresa… ¡¡Qué asco!!
La tendencia empresarial del siglo XXI, afortunadamente, se está orientando hacia una relación más humana, fluida y con una participación mucho más activa en la que los trabajadores son escuchados, respetados y valorados, lo que añade el consiguiente prestigio para su compañía, que indefectiblemente trasladarán a los clientes. La imagen de una empresa la crean y refuerzan sus operarios y no el directivo que vive en su urna de cristal limitándose a despechar con los de su rango e interpretando como una humillación el llamar a su despecho a un responsable de departamento y consultarle cómo podrían incrementarse los beneficios de su sección y qué cambios efectuaría para lograrlo.
Son los buenos profesionales, bien formados, los que logran atrapar a los clientes y su tan ansiada fidelización, que encontrándose satisfechos en sus respectivos puestos, normalmente actúan con mayor interés que obviamente es percibido por los consumidores, traduciéndose en superiores ingresos. Cada empresa debe disponer de "su" propia cultura e inculcarla a sus colaboradores que, a su vez, le otorgará personalidad y podrá diferenciarse de las restantes. Una empresa que se precie es la que consigue mantener un buen clima y, en paralelo, sus miembros sienten orgullo de pertenencia y la defienden como algo suyo... ¡¡Tiempo al tiempo!!
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